"Tres tiempos, sacar un brazo,
sacar el otro y respirar cuando haga falta."
Esa es la indicación inicial de mi
profesor de natación.
Me gusta estar en el agua.
Aprendí a nadar porque pensé que
me ahogaba. La parte “playita” se acabó a los pocos metros y de repente entendí
que mis pies ya no mimaban el suelo y que estaba a dos pasos de hundirme o a
punto de intentar sobrevivir a algo por primera vez en mi vida. La muerte no
iba a pasarme jamás.
Pedí ayuda con vergüenza -“me
ahogo”- con vergüenza porque desde chica intento solucionar todo sola. En un
rápido invento de selección natural encontré la forma y creé un estilo para
enfrentar a las aguas. No retrocedí, nadé y di vuelta a la pileta.
Cuando me senté en la escalera
con la agitación de quien vence a un gigante miré a los grandes, entre ellos mi
padre, no se habían percatado de nada, ni siquiera del orgullo que
sentía por estar ahí después de semejante susto.
Era muy flaquita, veo mis
costillas en cada inhalada y el agua corriendo por los labios, mi lengua llevándola
a la boca. Una conjunción de lágrimas y aplausos en mi panza.
Sola, sentada en la escalera de
la pileta del patio de los Ramírez, me vi gigante, capaz de cualquier
cosa. Me tiré al agua otra vez y
mi cuerpo solo, mi cuerpo de nena, nadó hacia lo hondo.
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